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La búsqueda
El diario de la tarde volaba por el
callejón, parecía lo único con vida en aquella parte de la ciudad. Era una zona
sombría, de callejones estrechos, un barrio gobernado por fantasmas. Las
pequeñas y escasas ventanas de sus edificios quedaban disimuladas por una
especie de barro grasiento. Las puertas de entrada permanecían semicerradas. Al
escudriñar su interior se descubría una negrura mal oliente que se prolongaba
más allá de su espacio palpable. El desaliento pasó por mi lado a la velocidad
de la luz. Seguí buscando, me habían dicho que allí podía encontrarla. Ya
adentrada la noche comenzó a notarse un cierto trasiego humano en uno de los
inmuebles. Sin pensarlo dos veces me situé convenientemente y seguí a cierta
distancia los pasos de chorreados visitantes que, nada más entrar,
desaparecían. Una especie de sima artificial los engullía, a mí también. De
repente me encontré en una estancia cuyas dimensiones me resultaban
incalculables a causa del humo y la oscuridad reinantes. Al fondo de la sala se
elevaba una pequeña tarima de madera. Dos haces de luz perfectamente dirigidos
la iluminaban. Allí estaba, sus hechuras eran inconfundibles. Sus lamentos,
gemidos y, hasta gritos de guerra. Ninguna otra lo hacía como ella. Como si de
una nota más se tratara, la mujer que la acompañaba tenía el pelo rojo.
Mi trabajo tocaba a su fin. Ya sólo
quedaba restituirla al lugar del que había sido sustraída.
Después de tan ardua tarea me moría
por una cerveza.
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